Las ballenas de Ojo de Liebre

El desierto de Vizcaíno, agreste, árido, plagado de pequeñas rocas y de algunos cactus y arbustos solitarios se extiende a lo largo del estrecho brazo de la Baja California.
    Allá donde termina el desierto y delimitando los dos estados mexicanos que forman la Baja California se encuentra, al sur del paralelo 28, Guerrero Negro, un pueblo que hace pensar en el legendario y Lejano Oeste con una ancha calle en la que a ambos lados se levantan los edificios más significativos: hoteles, bares y bancos.
    El pueblo en sí  no tiene ningún interés especial pero es el lugar más cercano a la laguna Ojo de Liebre. Cada invierno las ballenas grises entran en sus tranquilas aguas para aparearse o simplemente esperar a que acabe la estación fría antes de iniciar el viaje de regreso hacia el norte.  
    
    
Las ballenas con la llegada del frío inician el viaje anual que ha de llevarlas desde el mar de Bering, en el Ártico, hasta las costas mexicanas y desde principios de diciembre hasta el mes de marzo, se las puede observar en Ojo de Liebre.
    La ballena gris mide entre quince y dieciocho metros, y su comportamiento es amigable. Por este motivo las lanchas pueden acercarse hasta tocarlas. Si se sigue un código de conducta bastante sencillo no separar los grupos, y no asustarlas por el ruido o lanzando objetos al mar las ballenas dejan observarse plácidamente, sin mostrar el menor signo de inquietud.  
    Ver y acercarse a las ballenas no toma más de unos diez o quince minutos se calcula que alrededor de 30.000 ballenas acuden a la costa del Pacífico mexicano, de las cuales más de 5.000 se encuentran a diario dentro de las aguas de la laguna Ojo de Liebre y el resto del tiempo que dura la excursión, alrededor de un par de horas, se permanece cerca de los cetáceos. 

 

    Desde Guerrero Negro hay excursiones organizadas para ir a la laguna, aunque la mejor forma de realizar la visita es dirigirse directamente al ejido Benito Juárez que se encuentra a unos kilómetros del pueblo. 
    En la carretera que desciende desde Guerrero Negro en dirección a San Ignacio y La Paz hay un desvío a la derecha con la indicación del ejido Benito Juárez. Desde aquí penetra por la parte sur de las  salinas de Ojo de Liebre, en un paisaje hermoso y desolado, hasta ir a parar a la caseta de información y las barcas de avistamiento, situadas en la orilla oriental de la laguna.
    En el ejido, la gente que explota a modo de cooperativa las lanchas de observación es sencilla y comunicativa; algunos de los guías son jóvenes viajeros de nacionalidades distintas que ayudan a los cooperativistas durante la temporada de las ballenas. 
    Durante mi visita conocí a Juan José, un andaluz que no ocultaba su satisfacción. Llevaba un par de meses en el ejido y el trabajo le permitiría continuar viajando la próxima primavera.
    Le pregunté que tal le resultaba la experiencia de pasar una temporada en Ojo de Liebre.
    —Para mí —dijo—dormir aquí es estar en una habitación de lujo. Por la noche la bahía es un espejo y las estrellas se reflejan en el agua. El paisaje es fascinante; en medio de esta quietud se escucha resoplido y el canto de las ballenas. No hay hotel en el mundo que supere esta experiencia

Por la mañana salimos temprano con una de las lanchas de avistamiento. 
    El día es claro, despejado, sin una sola nube.
    A tan sólo un par de millas de la orilla encontramos el primer grupo de ballenas. 
    Apagamos el motor y permanecemos en silencio. Las ballenas nadan tranquilamente. A diez metros de la barca una hembra juega con su cachorro recién nacido
    Más lejos, otro grupo de ballenas grises atraviesa la bahía; a veces, la enorme cabeza de una de ellas emerge vertical durante unos segundos para ocultarse enseguida; otras, es su enorme cola la que golpea  con elegancia el agua.
    El ballenato se acerca a nuestra lancha y con su cuerpo friega el casco de la embarcación. Por un momento, el cachorro se decanta y bajo el agua se intuye el ojo que mira. 
    Se sumerge, acude al lado de la ballena madre, y, al cabo de un rato vuelve otra vez a acercarse a la barca. Alargo mi mano, sumergiéndola en el agua para intentar tocar su dorso y  apenas consigo rozarlo.
    La luz de la bahía es clara y blanca. El escenario, inmenso. 
    Ahora se ven alrededor nuestro varios grupos de ballenas. Escuchas su respiración. Expulsan el aire a través de sus orificios dorsales y levantan una leve columna de agua. 
    Su aliento es un canto a la vida, una afirmación de la existencia.

Horas más tarde, cuando de nuevo conduzco a través de desierto de Vizcaíno, la imagen de las ballenas sigue repitiéndose igual que una melodía dentro de mi cabeza.
    Hay pocos lugares en el mundo en los que se pueda sentir la vida tan intensamente.
    Tienes conciencia del privilegio  de encontrarte en un santuario que pertenece a las ballenas desde hace miles de años.
    En Ojo de Liebre las ballenas grises se sienten protegidas, lejos de los peligros del Gran Océano, y saben que aquí su relación con el hombre es próxima y entrañable.