Bora Bora (Islas del Mundo)

El viaje y la lectura corren caminos parejos. Una de las maneras más atractivas para conocer un país consiste en leer algo sobre el mismo escrito por una pluma ilustre. Recorrer Grecia con alguno de los libros de Lawrence Durrell, el litoral del Mediterráneo de la mano de Josep Pla, o México con una novela de Malcolm Lowry, resulta a mi entender una de las mayores satisfacciones con las que se puede encontrar el viajero. La descripción de un país, tamizada por la opinión de algunos escritores contribuye a crear una mejor idea sobre lo que vamos a descubrir.
Por este motivo me alegre mucho cuando pocos días antes de salir de viaje hacia la Polinesia, cayó  en mis manos un libro sobre estos parajes, escrito por Josep Maria de Sagarra (Barcelona 1894-1961) durante el año 1937: “Viaje a la Polinesia. El camino azul”. 
Escrito en forma de diario, “El camino azul” cuenta un viaje en barco hasta la Polinesia y la consiguiente estancia en las islas durante un largo semestre. En Bora Bora, el escritor reside durante varios meses y sus anotaciones son un buen punto de partida para quien desee viajar a Polinesia y pasar algunos días en estas islas, situadas en las antípodas de Europa. 
“Todas estas islas presentan una estructura semejante: rocas eruptivas (lavas y basalto) formando agujas o cráteres apagados, inaccesibles, rodeados de formación madrepórica y de un humus fertilísimo que permite toda la floración tropical, y circundada, además por el basto arrecife de corales que forma la laguna y contra el cual van a estrellarse las olas del mar libre”
“Las islas de la Polinesia, en la limpia tersura de la mañana, parece que acaban de nacer; todo es tierno y húmedo como si saliera de un hojuelo de guisante; como si el agua, los árboles, los peces y los suspiros fueran todavía intactos; en todas partes se aprecia un no usado temblor de seda”
“La Bora Bora de hoy en día -escribe Sagarra en 1937- es el chino, la camiseta de algodón, el gorro americano y la sonrisa escéptica de los chicos que saben hablar francés y que empiezan a tener ideas sobre la política o sobre el problema social. El “paraíso” en Bora Bora, como en todas las islas oceánicas, es un paraíso perdido, y hay que confesar, no obstante, que Bora Bora, entre el grupo de las islas de la Sociedad, es también la más fresca, la más ingenua, y si queréis la menos explotada y manoseada”. 


¿Siguen siendo válidas en la actualidad las reflexiones del autor?
Durante los últimos decenios Bora Bora se ha convertido en una de las islas más codiciadas y visitadas de la Polinesia. Pero esta elección no es gratuita. Bora Bora rebosa belleza; la primera visión de la isla, los colores de la laguna y la cima del monte Otemanu, medio cubierta por las nubes, atraen y magnetizan al viajero. Se entiende, pues, que Bora Bora sea destino de parejas en luna de miel, y que su oferta hotelera supere con creces a la de las otras islas de la Polinesia, excepción hecha de Moorea y de la propia Tahití.
Pero también las cosas han cambiado en Bora Bora desde que Sagarra estuvo allí hace más de sesenta años. Existe una industria turística próspera con claras influencias francesas y americanas, y la gente del lugar ya no sólo hablan francés, sino también inglés y todos los idiomas que haga falta. El turismo es la principal fuente de ingresos. Y siendo así, tampoco hay que rasgarse las vestiduras. La evolución y el progreso no han destrozado el entorno. En Bora Bora no existe ni un sólo edificio que rompa la armonía del lugar.
Pero también Bora Bora es en cierto sentido contradictoria. La innegable proyección turística de la cual la isla se nutre -aquí no hay tregua y el turismo llega durante todo el año- ,no impide, ni distorsiona su belleza incuestionable: la soledad de sus playas, el colorido de la laguna, y las noches tranquilas y plateadas del Pacífico.

El descubrimiento de Polinesia

Por un momento imagino la sensación que debían sentir  los navegantes del siglo XVIII al encontrase frente a Bora Bora, después de meses de navegación por los mares del Sur. 
Hay que tener en cuenta que estas islas no fueron descubiertas por el hombre blanco hasta el año 1767 y que la colonización francesa -hasta éste momento sólo fueron visitadas por navegantes accidentales y algunos misioneros- empezó el 6 de noviembre de 1843 cuando el Almirante Abel Del Petit Thouars proclamó la anexión a Francia con la aprobación de la reina indígena Pomare IV.  Durante los años posteriores la Polinesia Francesa disfrutó de cierta calma y olvido, hasta que la progresiva influencia de los escritores y artistas que escogieron estas islas para retirarse y acabar sus días fueron creando la imagen del paraíso soñado: el lugar que de alguna manera rompía con todos los moldes occidentales. La “France d’outre-mer” aparecía como el lugar idílico, alejado de los convencionalismos europeos.


Durante la Segunda Guerra Mundial el establecimiento pacífico de 5.000 soldados norteamericanos para proteger la isla de una posible invasión alemana y, posteriormente el rodaje de la película de Dino de Laurentis, Huracán, contribuyeron a difundir una imagen idílica de Bora Bora que propició el advenimiento del turismo.
Pero volvamos a los primeros navegantes, a la impresión que debió causarles la isla, no muy distinta a la que descubre el viajero actual. De repente aparece en el horizonte la silueta irregular de Bora Bora. Al acercarse se descubre el pico escarpado, cubierto de una densa vegetación que se extiende por toda la isla hasta ir a morir a la laguna multicolor. La visión, la primera visión es sumamente atractiva, incluso mágica. El anillo de coral rodea la isla; en su interior un contraste inusitado: el verde intenso de la montaña y, alrededor, el mar azul marino, azul noche, azul eléctrico, turquesa, claro, difuminado, glauco...imposible abarcar toda la gama de colores.
Esta visión no ha cambiado desde tiempos inmemoriales. No hay viajero, turista, visitante, que al ver por primera vez Bora Bora se sienta atraído, magnetizado, atrapado por la isla.
Desde el mar, si se realiza la circunnavegación de la isla, Bora Bora es un arco iris en continua mutación; tan pronto las nubes cubren por completo la cima del monte Otemanu, como su silueta se recorta, nítida contra el azul del cielo. A tu alrededor el agua del mar sigue la misma pauta, cambios de color y contrastes continuos, mientras el sol de Polinesia, tiñe tu piel del blanco al rojo y del rojo al moreno oscuro.
Y es desde el mar, mediante un barco de alquiler, la mejor manera de disfrutar de la laguna y de los paisajes de Bora Bora. La isla no es demasiado extensa y en un día hay tiempo de sobra para recorrerla en su totalidad, detenerse en los pequeños islotes o motus que se hallan en el arrecife circundante y desde allí contemplar Bora Bora.

El interior de la isla

También la gente, los habitantes de la isla son una amalgama, una  mezcla variopinta: hay hombres y mujeres con rasgos polinesios puros, pero la inmensa mayoría son mestizos, con clara influencia de la raza amarilla -los chinos fueron los primeros comerciantes de la Polinesia-, pero también anglosajona y latina. Niñas de piel cobriza y cabellos rizados, pero rubios como la miel, son la expresión más clara de un pueblo amable y hospitalario. 
Bora Bora se encuentra a 240 km. de Tahití y cuenta con una población de unos 8.000 habitantes que en su mayoría viven en la parte principal de la isla. El anillo de coral, el arrecife, que protege el centro de la isla del océano Pacífico, está formado por varios islotes o motus, algunos de ellos habitados. Existe sólo un canal que permite la entrada de los barcos del océano al interior de la laguna, frente al poblado de Vaitape. 
¿Qué hacer en Bora Bora? Aparte de bañarse, disfrutar de las comodidades del hotel, bucear por la laguna y tostarse al sol, recorrer la carretera que circunda la isla es una de las actividades a tener en cuenta. La carretera tiene una extensión de unos treinta kilómetros y ofrece varios puntos de interés. Sin prisa podemos detenernos en cualquier playa, subir a la cima del monte donde se halla instalado el repetidor de televisión -desde aquí se disfruta de una privilegiada vista sobre la bahía de Poofai y la playa de Matira-, o realizar una visita a los ya vetustos y abandonados cañones americanos que protegían Bora Bora durante la Segunda Guerra Mundial. También es posible adentrarse por la única carretera interior que une las poblaciones de Faanui y Marae, y que discurre por la falda del monte Otemanu.


Por lo demás, en cualquier punto de la isla hay excelentes restaurantes y chiringuitos para comer junto a la playa. 
Los horarios son poco europeos, y la hora de la cena en cualquier parte es de siete a nueve de la tarde. El restaurante Bloody Mary’s goza de una merecida fama y permite degustar toda clase de pescado y marisco autóctono. Además tiene la ventaja que dispone de transporte propio. Basta con llamar al restaurante para que os vengan a recoger al hotel. 

En Bora Bora la gente se acuesta temprano, lo cual también tiene sus ventajas. Permite palpar ese amanecer tierno y húmedo que con tanta precisión describe Josep Maria de Sagarra, y aprovechar la benevolencia del sol a primeras horas de la mañana.
Dicen los nativos del lugar que el nombre original de Bora Bora es Pora Pora. Esta palabra hace referencia a los colores que se reflejan en el agua de la laguna -quién sabe si también a los peces multicolores que la habitan-. Y cuentan como en el origen de los tiempos había cinco lunas espléndidas, celosas de su belleza, en el cielo que castigaban a los hombres que osaban mirarlas. El gran Dios Taoroa, castigó su soberbia y las hizo caer sobre la Tierra. Una de estas islas, luna herida y castigada, es Bora Bora; tal vez por este motivo el agua poco profunda de la laguna refleja tal variedad y mezcolanza de colores, como si esa antigua luna, soberbia y altiva, una vez consumada su caída no hubiese podido esconder ni escapar a la belleza de su rostro.

También puedes escuchar nuestra intervención sobre la Polinesia Francesa, en el programa Gente Viajera.